Me llamo Rosa, tengo 51 años y durante 37 he sido trabajadora del hogar.
A trabajar aprendí desde muy niña. Nací en Puebla en una familia de 13 hermanos y hermanas en la que siempre hacían falta manos para trabajar en el campo y atender a los más chiquitos.
Desde los 6 años me levantaba a las tres o cuatro de la mañana para cortar la pastura para los animales, luego me iba corriendo a la escuela y en la tarde ayudaba a desgranar el maíz para el nixtamal, iba al molino, limpiaba la casa, lavaba la ropa, hacía las tortillas y le daba de comer a mis hermanos. El trabajo no se acababa nunca.
A veces prendíamos la tele un ratito pero si nos pasábamos de tiempo mi mamá nos cortaba la luz o simplemente nos golpeaba porque primero era la responsabilidad. Para ver la tele o para jugar no había tiempo.
Sólo completé la primaria porque en mi pueblo el estudio era para los hombres. Las mujeres se casaban pronto y se dedicaban a tener hijos e hijas y a atender a sus esposos; por eso cuando una familia de la Ciudad de México fue por mí para llevarme a trabajar a su casa, lo vi como una oportunidad de escape. Me ilusioné pensando que iba a tener mi propio espacio, que iba a ganar mi propio dinero y que iba a poder hacer lo que yo quisiera con mi vida. Estaba equivocada.
Nada más llegué a su casa y me esclavizaron. Era una esclava de 14 años con una jornada de trabajo de 6 de la mañana a 10 de la noche. Cuidaba a dos niños y una niña, hacía el aseo de la casa, preparaba la comida, lavaba y planchaba la ropa. Estaba disponible para ellos las 24 horas porque vivía en su casa y ni siquiera los domingos salía porque ¿a dónde iría?, ¿con quién? Mejor me quedaba, según yo, a descansar, pero siempre terminaba trabajando porque sentía que tenía que ganarme el derecho de entrar a la cocina y agarrar alimento.
Por las otras mujeres que trabajaban en las casas vecinas, me enteré que mi salario era el más bajo de todos. Todos en la cuadra sabían que mi patrona era una explotadora y por eso las empleadas no le duraban. Pero yo aguanté. No quería regresar a mi pueblo para terminar casada y con un montón de hijos, y además tenía que mandarle dinero a mis papás para ayudar a mantener a mis hermanos y hermanas menores.
En esa casa pasé mi primer embarazo. Trabajé los nueve meses y no fui al doctor ni una vez. Aunque mis patrones eran médicos, a mí no me daban consulta, sólo me decían que no cargara cosas pesadas, pero eso sí, de lavar las alfombras y mover los sillones no me salvaba.
Tenía 18 años cuando renuncié y me fui a mi pueblo sola y sin dinero, a tener a mi hijo. Ya estaba casada, pero mi esposo se quedó en la ciudad y a mí me agarró una depresión horrible porque sentía que no tenía futuro. No me quedó más que regresar.
Entré a trabajar a una casa distinta donde vivía una familia de cinco, pero después llegaron a vivir con ellos los abuelos que eran diabéticos y todos los fines de semana los visitaban los hermanos con sus hijos. Yo me la vivía cocinando para tres familias, les gustaban las comidas gourmet y pedían que les planchara hasta las sábanas y las toallas. Ahí sí me daban vacaciones y aguinaldo pero la jornada era muy pesada y yo no tenía tiempo de cuidar a mis hijos.
Sí, para ese momento yo ya tenía 20 años y ya había nacido mi segunda hija. Mi hijo y mi hija se la pasaban encerrados en el cuarto de servicio que estaba en el segundo piso porque a la familia con la que trabajaba no le gustaba que anduvieran por la casa, sobre todo cuando había reuniones. Yo subía y bajaba escaleras todo el día para echarles un ojo. No me dejaban descansar ni para darle el biberón a mi hija, así que se lo dejaba puesto con algo que lo sostuviera para que ella se lo tomara solita.
Viví momentos de mucha angustia porque mi niño y mi pequeña se enfermaban mucho y el dinero se me iba todo en pañales y leche. Lo que ganaba mi esposo nos lo gastábamos el fin de semana porque yo lo que quería era salirme y no saber nada de esa casa. Cada dos meses, nos íbamos al pueblo a distraernos y ahí se nos iba todo el dinero.
Fueron décadas de jornadas extenuantes, de bajos salarios, de soportar groserías de los patrones y hasta de acosos sexuales. Cómo me hubiera gustado que al llegar a la ciudad alguien me dijera que el trabajo en el hogar es un trabajo digno y que las mujeres que nos dedicamos a esto tenemos derecho a un contrato escrito, a un salario decente, a tomar días de descanso y vacaciones, pero sobre todo, a que nuestro trabajo sea respetado y valorado de manera justa.
Yo aprendí todo esto en el Centro de Apoyo y Capacitación para Empleadas del Hogar (CACEH) y además aprendí que puedo negociar, no sólo en el trabajo, sino en todo. Que si mis hijos me piden apoyo para cuidar a mis nietos, yo puedo decidir si tengo tiempo para hacerlo. Que puedo repartirme los quehaceres de la casa con mi marido y que si mi hija necesita un espacio para vivir en mi casa, yo puedo pedirle que colabore con los gastos.
Ha sido difícil y en muchas ocasiones sigo sintiendo temor e inseguridades. Pero me llegó el momento de elegir. Ahora me toca a mí.
*Este relato está basado en la historia real de una trabajadora del hogar, cuyo nombre fue cambiado para proteger su identidad.
Las opiniones expresadas aquí son responsabilidad del autor o autora y no necesariamente reflejan la postura oficial de Oxfam México
Crédito de las imágenes: OMX-CIIDIS