Las familias de los 43 jóvenes desaparecidos forzadamente hace 3 años, no son las mismas personas, ni nosotros tampoco.
La tragedia de Ayotzinapa despertó y unió a México en la adversidad. Vimos en tiempo real una historia de cacería humana relatada a través de los mensajes que los jóvenes enviaban desde sus celulares y reportada por los medios de comunicación.
Una historia que gracias a las investigaciones del Grupo Interdisciplinario de Expertos/as Independientes (GIEI) impulsado por la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), conocemos al menos parcialmente, justo hasta donde el gobierno mexicano les dejó llegar y a nosotros enterarnos.
Tan grave fue, que el cerco informativo que mantenía limitadas las noticias sobre la grave crisis de derechos humanos, desaparición forzada, tortura y feminicidio sólo a los medios nacionales; se rompió para dar paso en las páginas de la prensa internacional a los titulares sobre la desaparición forzada de los 43 jóvenes, allegándonos así de la solidaridad de la sociedad civil más allá de nuestras fronteras e incluso de algunos grupos parlamentarios internacionales.
Si existió un GIEI fue por esas presiones, aunque las concesiones gubernamentales no son gratuitas, como quedó demostrado en la publicación del New York Times sobre el espionaje gubernamental del que fueron objeto integrantes de Grupo Interdisciplinario a través del software Pegasus, rompiendo acuerdos básicos de cooperación y no intervención entre el gobierno y la CIDH.
Durante la noche del 26 de septiembre y los meses siguientes, vivimos impotencia y asombro ante lo inaudito y respondimos con movilizaciones, marchas, concentraciones y foros.
A raíz de Ayotzinapa surgió el grupo ciudadano de búsqueda Los Otros Desaparecidos de Iguala, que ha logrado múltiples hallazgos desmontando la hipótesis de que las desapariciones son “casos aislados”. Hoy esas familias son expertas en búsqueda de personas desaparecidas y apoyan a otros movimientos de madres como El Solecito de Veracruz, compartiendo la técnica que probaron en Guerrero y con la que han peinado México encontrando verdad para calmar el dolor de no tener certeza sobre lo sucedido.
Las familias de Ayotzinapa han dejado de ser lo que eran para convertirse en investigadoras, abogadas, defensoras. Han realizado giras de incidencia para que la presión internacional permita dar pasos en el ámbito nacional, dominan expedientes jurídicos y carpetas de investigación, realizan debates y asambleas. Porque ante una violación grave de derechos humanos no basta con esperar justicia, verdad y reparación; hay que dejar la vida y convertirse en buscadores y buscadoras de respuestas.
Si el Movimiento por la Paz Con Justicia y Dignidad (MPJD) nos permitió en 2011 comenzar a quitar el velo de los “daños colaterales”, Ayotzinapa cerró el círculo quitando la venda que aún mantenía ciego a un amplio sector de México, que escuchaba con fe el mantra gubernamental: “las cosas malas, les suceden a personas malas o son casos aislados”.
Hoy la indignación y la rabia que nos sacaron a la calle al grito de “Vivos los queremos” ya no son suficientes. Hoy no sólo exigimos justicia, hemos aprendido al igual que las familias de las personas desaparecidas que ya no podemos confiar en un Estado que protege, hay que deconstruir un Estado que agrede.
Se vuelve imperioso derribar las estructuras que perpetúan la impunidad y permiten la corrupción, y mejorar el sistema de investigación e impartición de justicia para volver a confiar en una certeza de seguridad.
Mientras tanto seguiremos en las calles, el espacio donde nuestras miradas se cruzan y confluyen cada aniversario, sin importar la estrategia por la que trabajemos el resto del calendario. Seguiremos hasta obtener la verdad que todas y todos merecemos.
Las opiniones expresadas aquí son responsabilidad del autor o autora y no necesariamente reflejan la postura oficial de Oxfam México
*Imágenes cortesía de Centro PRODH