Hacía un par de semanas que la lavadora tenía un olor extraño, pero nos habíamos conformado con dejar la puerta abierta para que “se oreara” y la seguíamos llenando con cuatro cargas cada fin de semana: la ropa oscura, la blanca, la de color y la deportiva.
Era lunes, estaba en casa y no en la oficina porque había pedido unos días libres para cuidar a mi novio que se recuperaba de una cirugía. Ya acumulaba varias horas de trabajo de cuidados entre la visita a la farmacia para surtir la receta, las compras en el supermercado, la preparación de alimentos y ahora tocaba sacar la ropa blanca de la lavadora.
Otra vez ese olor desagradable. Saqué el montón de camisetas de algodón y las puse sobre la lavadora. Empecé a colgarlas en ganchos para tenderlas y vi que tenían manchitas pequeñas, le pasé el dedo a una y se extendió sobre la tela blanca dejando un rastro café. Era mugre, tal cual.
Me puse de rodillas frente a la lavadora y metí la cabeza al tambor -así se llama el contenedor que se llena de espuma y da vueltas-. Sentí una mezcla de humedad y suciedad penetrar en mis fosas nasales, un olor muy particular que no recuerdo haber percibido antes. Saqué la cabeza para dejar pasar la luz y ahí estaba, mugre en forma de pequeñas manchas salpicadas en la superficie plateada del tambor y en la puerta de la lavadora.
Agarré un trapo y el líquido para sacudir, y rocié el tambor en abundancia. Pasé el trapo y al sacarlo estaba lleno de costras cafés, así que lo tallé con jabón de pasta, lo enjuagué y repetí la operación unas diez veces mientras pensaba en lo ingenua que había sido al creer que toda la mugre de la ropa sucia que habíamos lavado en ese electrodoméstico durante cuatro años y medio se había ido por el desagüe, desapareciendo por completo de nuestras vidas.
Y todavía faltaba lo peor, en el borde del tambor hay una pieza de plástico flexible que evita que el agua se escape al cerrar la puerta de la lavadora. Ese aro de plástico tiene un gran surco en medio y al pasar el trapo por ahí, saqué una pasta café grisácea compuesta de polvo, pelusas, cabellos, un pasador y hasta una moneda de cincuenta centavos. Asqueroso. Deseé no tener aquello en la mano. Deseé que la lavadora amaneciera pulcrísima y desinfectada al día siguiente; y entonces me di cuenta de que nunca había limpiado el interior de una lavadora en mis tres décadas de vida.
La lavadora de la casa en la que crecí olía a detergente y la ropa no salía infestada de costras cafés. Eso no era producto de la magia, sino de la labor de Ángela, la mujer que trabajaba haciendo la limpieza en esa casa, o de mi mamá, quien seguramente cada cierto tiempo se hacía cargo de limpiar la mugre escondida.
En la historia de mi familia, han sido las mamás, las trabajadoras del hogar, las esposas, las abuelas, las hermanas mayores y las tías; quienes se han hecho cargo de limpiar la mugre escondida, la que afea la casa, la que provoca infecciones, la que impregna la ropa y hasta la mugre emocional que todas las personas acumulamos si no somos asiduas a la terapia. Básicamente, toda la mugre.
Los papás, los esposos, los hermanos, los abuelos y los tíos, en su mayoría se han consagrado como perfectos inútiles para las tareas domésticas al grado de no saber ni cómo se lavan sus calzones.
Todo eso pensé mientras limpiaba el interior de la lavadora. Y pensé también en la enorme lista de cosas que hubiera preferido hacer en ese momento: empezar uno de los libros que me recomendaron cuando decidí que en 2019 sólo leería obras escritas por mujeres, repasar los apuntes del diplomado, avanzar en el curso online de Economía Feminista, calcular cuánto cuesta viajar a la huasteca potosina, salir a correr, llamarle a mi hermana para ponernos al tanto de lo sucedido la última semana y, por supuesto, hubiera preferido mil veces estar en terreno con libreta en mano buscando historias, que es la parte más emocionante de mi trabajo, el remunerado.
Mi experiencia con la lavadora me obligó a recordar lo mucho que odio el trabajo doméstico porque es cero estimulante, tedioso, pesado, aburridísimo, muchas veces asqueroso; pero sobre todo porque muchísima gente sigue pensando que somos las mujeres quienes debemos hacerlo.
Hay quienes dicen que sus mamás, sus esposas o sus hijas son lo más amado en su vida, pero siguen esperando que sean ellas quienes limpien la mierda. Qué curioso.
[Por cierto, en el pasillo de productos de limpieza del supermercado hay cajitas con un polvo blanco que dicen “limpiador para lavadoras”, se vacían en el tambor una vez al mes (sin ropa, claro) y se programa un ciclo con agua muy caliente para evitar que se acumule la suciedad. De nada]
Las opiniones expresadas aquí son responsabilidad del autor o autora y no necesariamente reflejan la postura oficial de Oxfam México.
Imagen miniatura tomada de https://www.paginasamarillas.com.pe/lima/servicios/lavadoras-industriales el 9 de agosto de 2019 a las 14:21