En medio de la contingencia causada por el coronavirus, no han faltado las voces que, desde un pensamiento mágico, vaticinan que el COVID-19 provocará la muerte del sistema económico y político. Que el mundo que nos espera afuera necesariamente tendrá que ser otro. Que ya nada podrá ser igual, que los sistemas económicos se transformarán, que los gobiernos del mundo ya no podrán ignorar el cambio climático, que de ésta saldremos todas juntas o no saldremos.
Por otro lado, sobran las proyecciones sobre el crecimiento del desempleo y las brechas de desigualdad. Ronda el miedo de que el virus llegue a contextos rurales, donde años y años de corrupción han resultado en la inexistencia de un sistema de salud digno y a la altura de la emergencia. Algunos gobiernos y bancos centrales preparan paquetes mil millonarios destinados, en su mayoría, a reactivar la economía vía las grandes empresas y, marginalmente, a que las personas y las MIPYMES “aguanten el mes”. No en todas las intervenciones la “ayuda” está bien direccionada y eso las condena al fracaso, un ejemplo son los apoyos del gobierno federal de México que protegen sólo a un pequeño porcentaje de las personas que viven en pobreza.
En este escenario, el riesgo de salir a un mundo más hostil, más empobrecido, con trabajos más precarizados y más desigual, es más previsible que la utopía solidaria que algunas personas imaginan.
Repensar y construir un sistema económico que ponga al centro a las personas y no al capital es un ejercicio que se puede permitir muchas cosas, menos ser ingenuo. Suponer que surgirá de una epifanía coyuntural es no reconocer que se trata de un proceso complejo, estructural y con muchas -y muy poderosas- resistencias.
Habría que visibilizar la importancia del sector social de la economía, habilitar políticas económicas y financieras para fomentar y posibilitar su crecimiento; y en vez de tratar a las personas y colectivos como receptoras pasivas de la política social, entender que son motores económicos regionales y nacionales.
También se tendrían que reconocer los trabajos de cuidados no remunerados, romper todos los techos de cristal, dejar de tratar a las personas más vulnerables como materia prima y dignificar el trabajo, desmontar estructuras políticas y económicas de compadres. Esto por decir lo menos.
Repensar y construir un sistema económico más solidario que ponga al centro a las personas y no al capital es una tarea de la que se han ocupado miles de personas desde hace muchísimo tiempo, a través de la organización en cooperativas y colectivos. Aquí algunos ejemplos:
- Colectivo 1050°: no sólo han reinventado el arte alfarero sino las formas organizativas y la construcción de conocimiento colectivo.
- Ecotierra: es parte de un esfuerzo de muchísimos años que defiende el territorio a través de la organización campesina de base y agrega valor a diferentes productos agrícolas, principalmente el ajonjolí.
- Yomol A’tel: es un grupo de cooperativas y empresas de economía solidaria en territorio tseltal que han transformado radicalmente una de las cadenas de valor más injustas, la del café.
Lo que tienen en común estas iniciativas es que se empeñan en desarrollar, acortar y controlar las cadenas de valor de sus productos agrícolas. Que se negaron a caer en el desempleo cuando para el gran capital la fábrica dejó de ser rentable y la recuperaron. Que han demostrado que los sistemas bancarios y financieros no tienen que ser rapaces. Que tienen años cabildeando por una Ley de Economía Social y Solidaria que les trate con dignidad y no con la condescendencia de la asistencia social. Que quieren demostrar que la economía no tiene que ser el mayor enemigo de los ecosistemas.
También que han pensado que el consumo puede ser colectivo, organizado y solidario. Que han probado que el trabajo se puede cuidar y defender cuando las actividades económicas no están puestas al servicio de la maximización de las utilidades.
Y, principalmente, que saben que todo esto no es fácil, que toma tiempo, que lastima intereses, que hay que remar contra corriente, que a veces hay que poner el pecho y que por eso no nos podemos permitir la ingenuidad en este momento. Sin duda alguna, la emergencia sanitaria está empujando a pensar y repensar varias dimensiones de la vida. Si queremos pensar otra economía no hay que esperar que suceda por generación espontánea, hay que voltear a ver a esas organizaciones, escucharlas, aprender de ellas y convertirnos en sus aliadas. Hay que caminar con ellas.
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