El trayecto por tierra comenzó cuando llegamos al Puerto de Veracruz –ciudad de uno de los Estados más calurosos de México–, que ha ganado fama gracias a la calidez de su gente, las fiestas del fandango y el mango que cae de los árboles casi durante todo el año. Sí, casi durante todo el año. No miento.
De ahí, tomamos una Van que nos condujo por un largo camino hasta nuestro destino, iluminado gracias al brillante sol y los paisajes vestidos por la vegetación; fueron como 3 horas de recorrido amenizadas por el paisaje, en las que más de 2 veces fuimos rebasados por las rápidas motocicletas viejas, conducidas por lugareños sonrientes con el rostro ventilado por el viento.
Una vuelta a la izquierda y la carretera sin pavimentar nos daba la bienvenida, estábamos llegando a Pozolapan, una localidad con alrededor de 700 habitantes, localizada en el municipio de Catemaco.
Cuando nos bajamos del automóvil, nos encontramos con la comunidad, y la comunidad se encontró con nosotros. De este lado, el equipo de Oxfam México con el músico español, “Macaco” y su banda”; del otro, la gente de Pozolapan, afinando las cuerdas de sus jaranas y sosteniendo sombrillas para cubrirse del cáustico sol. Pronto, en lugar de ser 2 grupos, nos convertiríamos en sólo uno.
El día transcurrió entre los huertos que las mujeres de la comunidad han sembrado para tener una fuente alimenticia propia; su trabajo las ayuda a no depender de la economía tambaleante, que impera en las zonas más pobres del país. Mucho de lo que han aprendido, ha sido gracias a los talleres impartidos por Oxfam México, que recupera estrategias ancestrales de las mismas comunidades, para el cuidado de la tierra. Hoy en día pueden comer calabaza, cacahuate, lechuga, frijol, e inclusive otras plantas medicinales que utilizan para calmar ciertas enfermedades. La tierra da para que la vida siga.
Después de conocer los sembradíos, nos dirigimos a la orilla de la laguna, en donde el sonido de los instrumentos del fandango, junto con las guitarras y la voz de Macaco, hicieron un diálogo en común.
La música no se apagó hasta que nos rodeó la noche, y sólo entonces nos subimos de vuelta a la Van para emprender el regreso.
No habíamos avanzado mucho camino, cuando un cordón de gente detuvo nuestro andar, eran las jaranas que seguían sonando y nos pedían en conjunto, una canción más. Abrimos la puerta y continuamos la fiesta. Aprendimos una cosa más: en Pozolapan la música no para, hasta que todas las guitarras se queden sin cuerdas.