“Sin saberlo, mi mami me regaló mi libertad”.
No pude identificar si lo decía con gusto o con tristeza, o quizá con culpa. Esas fueron sus palabras para decirme que ahora ya tendría más tiempo y podríamos vernos más seguido e incluso amanecernos bailando danzón en el Salón Los Ángeles.
Lo conozco desde que tenía 12 años, él tocaba el contrabajo en la orquesta escolar, también la guitarra y el piano. Le gustaba la música y era bastante bueno, de los mejores. El desempeño académico no era precisamente de su interés, siempre se quedaba “saltando en la tablita”, pero no le importaba, ni parecía tener alguna presión en su casa por obtener mejores notas. Su clara vocación de músico le permitía hablar y negociar con sus padres y, a pesar de su deficiente aprovechamiento, no perder el derecho de seguir con la música.
Pasaron los años escolares y no fue sencillo que saliera de la secundaria, reprobó algunas materias pero al final lo consiguió.
Le perdí la pista durante muchos años hasta que nos encontramos en un concierto de Botellita de Jerez en el Metropolitan. Seguía exactamente igual, despreocupado y dedicándose primordialmente a las cosas que le producían placer: la música y el sonido. Él mismo me dijo “soy el mismo escuincle pendejo de siempre, sólo que más peludo”. Había estudiado ingeniería en telecomunicaciones y trabajaba en un canal de televisión como ingeniero de audio. Al mismo tiempo había logrado montar un estudio de grabación y seguía produciendo y tocando con su banda de toda la vida.
Y así pasaba sus días, la mitad metido en sus instrumentos y su estudio de grabación, y la otra mitad en el canal de televisión.
De pronto las cosas cambiaron, le llegó de golpe la madurez que trae consigo la responsabilidad. Su madre enfermó y como hijo único, debió encargarse de llevarla dos veces por semana al hospital, a las revisiones de rutina para la cirugía de corazón. De ese modo, debió repartir su preciado tiempo en tres: el trabajo, la música y los cuidados a su madre. Durante poco más de 2 años, repitió la misma rutina los martes y jueves: levantarse temprano, ir a casa de su madre para recogerla, trasladarse al hospital, pasar al menos dos horas allí, luego regresar a dejar a su madre a su casa e irse a trabajar para salir hasta las 11 de la noche. Pero no era solo eso, también debía asegurarse de que sus padres tuvieran comida en el refri, de que hubieran pagado las cuentas o pagarlas por ellos, de que tuvieran ropa limpia o lavarla, de los asuntos del edificio en el que habitaban (que si la bomba, que si el mantenimiento, que si la junta de vecinos). Sin descuidar, por supuesto, su propia casa: la limpieza, el pago de los servicios, los alimentos, su propia ropa, los ensayos con la banda, entregar en tiempo los arreglos musicales. Por fortuna no tenía pareja, no recuerdo si era porque le restaba tiempo que prefería dedicar a la música o porque simplemente no le alcanzaba la vida para las relaciones de pareja.
Sus conversaciones giraban en torno a lo absurdo que le parecía que su papá no fuera capaz de calentarse la comida, de poner sus platos sucios en el fregadero, de levantar sus calzones del piso del baño; y peor aún, que fuera él quien tuviera que hacer todo eso ahora que su madre no podía. Vivía encabronado pero hacía todo con amor.
“Ella me cuidó a mi, me toca cuidarla a ella”.
Llegó el día programado para la operación. Su nerviosismo era evidente, pero trataba de disimularlo; jamás se había preocupado por algo y aunque su vida había tenido que cambiar radicalmente y se notaba incómodo por ello, sentía temor de perder a su madre.
Lamentablemente el corazón de su madre no resistió la cirugía. Dejó de latir, y con él terminó la pesada rutina de más de 24 largos meses. Pero comenzó otra diferente: cuidar de su padre, con quien se la pasa peleando porque tienen que convivir “a huevo” y porque ahora “además de inútil, está deprimido”.
Hace mucho que no lo veo porque su tiempo libre sigue siendo muy limitado. La enfermedad de su madre lo orilló a convertirse en cuidador y aunque ella ya no está, el trabajo sigue porque su padre también necesita cuidado.
Hoy su vida es otra. Una vida más de cuidador que de músico. ¿Injusto no? Tan injusto como la desigualdad que enfrentamos la mayoría de las mujeres, porque de nosotras se espera que cuidemos de niños y niñas, de nuestros padres enfermos, de nuestras parejas. ¿Y nuestras carreras?, ¿nuestros estudios?, ¿nuestros sueños?
Muy injusto.
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