El Día Internacional de la Mujer (Trabajadora) tiene poco más de un siglo reconociendo al movimiento de mujeres como un motor de transformaciones políticas, económicas y sociales para empoderar a un grupo de personas tratado históricamente como una de muchas subclases. El primer 8 de marzo fue en 1909, liderado por mujeres trabajadoras e inmigrantes, pero ya en 1792 Mary Wollestonecraft articulaba la clara y urgente necesidad por “una revolución en los modales de las mujeres”, una devolución de dignidad perdida y, sobretodo, la reivindicación de que “como parte de la especie humana, trabajen para reformar el mundo, mediante su propio cambio”.
Doscientos veintiséis años después, el movimiento de mujeres ha defendido importantes derechos para su lucha y otras relacionadas: derechos civiles, reproductivos y sexuales, de territorio y libertad, entre otros. Sin embargo, la reivindicación sigue pendiente. No hay mayor o mejor prueba de su vigencia que los últimos cinco años, en los que hemos visto a nuevas generaciones apropiarse de la consigna y promover un anclaje tecnológico del movimiento – dándole el potencial de reverberar y resignificar una lucha en entornos laborales, políticos, culturales, discursivos y simbólicos. Somos una nueva voz que, contando su propia historia, denuncia una pandemia de violencia y se rehúsa a guardar silencio.
En 2017, mujeres en más de cincuenta países se movilizaron para unirse a un paro internacional. Durante el último año y en lo que va de 2018, hemos dado nombre y exigido dignidad para las víctimas de feminicidios, presionando para que se introduzcan (insuficientes, pero iniciales) medidas y modelos de atención integral a la violencia en México y Argentina. Hemos reclamado el cierre de la brecha salarial y fin a la precariedad económica, e Islandia se volvió el primer país en declararla ilegal. Hemos ampliado las causales al aborto en Chile y Bolivia, y repelado leyes que perdonaban o permitían violencias de género en Líbano, Túnez y Jordania. Hemos impulsado un número histórico de mujeres candidatas a puestos de representación pública en EUA, y recibido el compromiso de Canadá y Suecia por una política exterior feminista. Hemos destapado una importante discusión sobre la dinámica de abuso y explotación, sexual y no sexual, que permea diferentes industrias. Hemos sacudido la vergüenza impuesta y nombrado agresores, exigiendo fin a la violencia.
Como mujer que trabaja en Oxfam, veo cómo podemos reconocernos en esta lucha y en este crítico momento. He trabajado suficiente tiempo en el sector para identificar el lastre histórico del proyecto ‘civilizador’ para el Desarrollo, y para ver cómo ha mantenido estructuras de privilegio con matices raciales, económicos y de género en las comunidades de las que formamos parte. Como integrante de este sector, lamento que las mujeres mismas no hayan sido debidamente reconocidas como actores del Desarrollo sino hasta hace pocas décadas, y que la desigualdad de género no sea considerada tan o suficientemente opresiva como la desigualdad económica.
Nuestro sector no es ajeno ni indiferente al abuso de poder, pero tampoco está condenado a seguir dándole lugar. Si en algo podemos ser categóricas, es que esto no puede continuar con, ni sin nosotras.
Nosotras movemos el mundo y hoy lo vamos a parar.
Las opiniones expresadas aquí son responsabilidad del autor o autora y no necesariamente reflejan la postura oficial de Oxfam México