La reforma constitucional en materia de derechos humanos cumplió una década en junio de 2021. A partir de ese momento, los tratados internacionales de derechos humanos se convirtieron en instrumentos de derecho interno y forman parte del bloque de convencionalidad que rige al Estado. Esto significa que la garantía de los derechos interdependientes, universales y progresivos está a cargo del Estado, es decir, de los tres poderes y órdenes de gobierno.
Cuando hablamos de derechos, se suele pensar en un estándar abstracto, ideal. Sin embargo, son, en realidad, muy concretos: el derecho a la educación significa que las y los niños vayan a escuelas en las que adquieran la formación que necesitan; el derecho a la salud implica que las personas tengan acceso a servicios médicos de calidad y que sean apropiados culturalmente; el derecho a la seguridad social se concreta cuando las personas obtienen una pensión y pueden inscribir a sus hijas e hijos a una guardería.
Así, la garantía de los derechos pasa por la provisión de servicios públicos de calidad, que no discriminen: escuelas que funcionen para igualar condiciones de arranque en la vida, hospitales que respondan a las necesidades sociales e instituciones que sean capaces de otorgar servicios universales pero sensibles a las diferencias, para usar la expresión acuñada por la CEPAL. Sin embargo, este no es el caso de México. Por diseño, nuestro país ofrece peores servicios a quienes menos tienen. Solo el 4 por ciento de las mujeres indígenas alcanza la educación superior (CONEVAL, 2018). Las personas no afiliadas al IMSS pagan más por las medicinas que las que sí están afiliadas. En pandemia, la tasa de mortalidad de los hospitales privados ha sido mucho menor a la de los hospitales públicos. El resultado es que incluso antes de la COVID-19, la tasa de pobreza prácticamente no se había movido en veinte años.
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Reforma fiscal, punto de partida hacia la igualdad pospandemia en México